jueves, 7 de enero de 2010

La Belle Dame Sans Merci


Fue una llamada a medianoche.
Era Sara.

[Sara quería desaparecer. Decía que le había tocado en suerte vivir en la época equivocada. Que nadie la entendía. Que la fortuna se reía constantemente de ella. Por todo ello, quería desaparecer, como la Alicia de Lewis Carroll. No era de extrañar que sintiera fascinación por las hadas. Leía mucho, siempre a la búsqueda de la supuesta "fórmula mágica" que le permitiera dejar este mundo carente de atractivo para ella.]

A medianoche, el teléfono sonó.
Era Sara.

Sollozaba. Me dijo que se había perdido. Que no sabía dónde se encontraba. Sólo que se encontraba sumida en una oscuridad impenetrable. No sabía cómo había llegado a aquel lugar, que simplemente se había despertado allí después de, como de costumbre, haberse acostado la noche anterior. Tenía la intuición que se encontraba bajo tierra, en un lugar húmedo y frío, pero nada más.
Lo último que me dijo es que siempre había estado equivocada, que no importaba cuánto quisieras desaparecer, que nunca dependía en última instancia de tí, sino de...

Click.

El teléfono se cortó.

sábado, 4 de abril de 2009

Extrañas coincidencias


Se dice que es harto difícil cruzar la zona de puestos de comida del mercadillo de Camden, en Londres, conocida como el West Yard, sin oir algo que no estuvieras pensando segundos antes de acceder a este espacio.
Aunque la coincidencia no siempre funciona así.
Yo creí ver a una persona con la que estuve pensando cinco minutos antes de franquear el umbral de entrada de este mercado al aire libre.
Id a Camden y me contáis...

jueves, 26 de marzo de 2009

The Ghost Dog


En Ausias March, céntrica calle de Palma, hay una finca antigua, vetusta, que mira a la iglesia de Santa Pagesa. Su escalera no tiene ningún detalle arquitectónico que pueda servir para distinguir este edificio de otros similares de su época y barrio. Ahora bien, su escalera es diferente.
Si alguna vez subís o bajáis sus escaleras puede que os tropecéis con un inquilino muy particular. Es una perra, una hembra de pastor alemán, de buen tamaño. Sólo la oiréis. Ya sea subiendo como bajando las escaleras.
Nunca la veréis por una razón: Hace unos años un vecino de una finca colindante la mató a disparos de una escopeta de perdigones en la terraza donde su dueño la dejaba encerrada cuando éste se ausentaba del hogar para ir a trabajar.
Quien me contó esta historia, inquilino de dicha finca, todavía se pone nervioso al relatar los pormenores del encuentro. Su caso no es único. Y por lo que todos cuentan no es una experiencia agradable.

sábado, 14 de marzo de 2009

El aparcamiento (7)

Al poco de inaugurar este blog confeccioné una lista muy particular. Se trataba de una (mi) lista negra que reunía aquellos sitios que considero especialmente extraños y peligrosos. Lugares que bien pudiera describirlos como "creepy", si bien esta categoría, en mi caso, poco o nada tiene que ver con el concepto que de este vocablo tiene la mayoría. Las diez entradas que contiene esa lista están ordenadas de menor (10) a mayor (1) grado de peligro potencial que podrían deparar al visitante no invitado.
No os acostumbréis a lo que podéis leer hoy aquí. No es mi intención mostraros esta lista. A lo sumo descubriréis algunos de estos sitios a los que regreso muy de tanto en tanto, cuando necesito sentir cómo se acelera mi pulso. Sólo una miradita antes de abrirme lo más deprisa posible.

Finalizado este preámbulo...

El aparcamiento (número 7 de mi lista).

Si sóis de los que nunca encuentra una plaza para aparcar el coche cuando visitáis el centro Ocimax de Palma creo que me agradeceréis lo siguiente: Entre el Leroy Merlin y el supermercado Maxi Dia se encuentra un pequeño parking que conecta directamente con la salida para coches que el McDonald's pone a disposición de aquellos clientes que quieren hamburguesas para llevar sin tener que bajarse de sus vehículos. No es difícil encontrarlo una vez sabéis que existe.
Ahora bien, cuando lleguéis veréis que apenas hay tres o cuatro coches aparcados como mucho. El área del fondo, contigua a la parte de atrás del supermercado y a la vía que circunvala la zona comercial, siempre está desierta. No hay cámaras de vigilancia, sólo las instaladas en el Leroy Merlin, cámaras que todo sea dicho de paso le dan la espalda a este parking. La primera vez que estuve allí me extrañó que tan pocas personas se aprovecharan de aquellas plazas de estacionamiento, y más teniendo en cuenta que era un sábado por la tarde y el resto de parkings de los alrededores estaban llenos de vehículos de gente que había acudido a esta zona comercial para hacer sus compras o disfrutar de su tiempo libre.



Volví otro día. Tras la puesta de sol. Como esta vez iba a pie decidí entrar por la salida del McDonald's. Sólo había un coche junto a la ventanilla de pedidos, el motor encendido. Nada más rebasar el coche me detuve. Un hombre se acercaba hacia mí, viniendo del parking. Aquel día no había ningún coche aparcado. Me llamó enseguida la atención el hecho de que vistiera de traje y llevara un maletín. Di unos pasos al frente para detenerme otra vez, ahora en seco, al reparar en las gotas de sangre que manchaban su camisa rosa y la nariz hinchada que el hombre tuvo cuidado en ocultar con la mano que tenía libre. Pasó a mi lado, bajando la cabeza. Cojeaba ligeramente, y su pantalón estaba sucio. Entonces alcé un poco la voz preguntándole si necesitaba ayuda. No se giró, continuó renqueante. Como el coche había partido pude ver al dependiente que se encontraba tras la ventanilla de pedidos; levantó un momento la vista y aunque debió ver al pobre tipo, ni se inmutó. Seguí al hombre unos metros, y ante mi repetido ofrecimiento de ayuda no hizo sino seguir caminando. Detrás de las cristaleras del McDonald's la gente seguía ocupada con su McMenú. Un niño pequeño llamó la atención de su madre al ver el lastimero estado del hombre, que había pronunciado su cojera y ahora se agarraba su costado derecho por debajo de la chaqueta del traje, pero no hubo respuesta alguna: la madre mojó una patata frita en el ketchup y se la tendió al pequeño. Al poco de llegar a la calle Leocadia Tugores, el hombre cogió un taxi y desapareció. Me fui.

Pero regresé a la semana siguiente, aprovechando que había ido a ver una película al cine. Nuevamente, iba solo (la película invitaba a ello). En el parking, tres coches estacionados. Lo recorrí hasta llegar a la parte de atrás del Maxi Dia. Estaba desierta. Tenía una sensación extraña en el estómago. Me imaginé aquel sitio de noche. No había impedimento alguno para acceder, al menos desde la vía de circunvalación. ¿El parking estaba abierto las 24 horas del día? De ser así, a lo que debía sumarse la falta de cámaras de seguridad, se podría comprender que pocas personas optaran por dejar allí sus coches. Fue entonces cuando debí empezar a fantasear con la posibilidad de que nada de lo que pasara allí podía ser advertido por los conductores. E hice la prueba. Me senté y fijé mi atención en los conductores que pasaban. Nadie desviaba la mirada de su objetivo, el parking del multicines o la salida a la autopista.
Nadie.
Y cuando me cansé de aquello, dispuesto a abandonar el lugar, las vi. Las manchas. Oscuras, irregulares, caprichosas, en el suelo. En un punto llegaban a conformar un reguero. Y no era grasa.
Había conseguido lo que en el fondo quería y era lo último que me esperaba encontrar allí. El subidón. La adrenalina. Me marché.

Volví tres semanas después, un domingo. De noche y en coche. Había convencido a un amigo para pasar por allí, siguiendo la vía de circunvalación. No se veía a nadie por los alrededores. El aspecto que presentaba aquella arteria de circulación era de lo más siniestro. Y cuando llegamos a la altura del supermercado les vimos.
Debía haber una docena de personas formando un círculo irregular. En el centro dos hombres estaban enzarzados en una pelea. Nadie parecía mover un dedo por separarles, todos en silencio. Y nadie pareció darle importancia a que un coche, nuestro coche, pasara junto a ellos.
Me costó convencer a mi amigo para que diera una segunda vuelta. La pelea continuaba. Nuevamente, el público estaba tan absorto y seguro de que nadie "de fuera" intervendría que no nos prestó la menor atención. Aun más extraño fue comprobar lo que me había parecido en un primer momento: Que aquel público era de lo más variopinto.

Dos días después me puse en contacto con un conocido que trabaja en el Punt de Joc cercano. Le pregunté si sabía algo acerca de peleas ilegales que pudieran tener lugar allí. No sabía nada, pero me dijo que esas cosas eran siempre mal asunto y que me andara con ojo. No podía más que pensar en el Club de Lucha, de Palahniuk, como si el escritor americano pudiera haber servido de inspiración para aquel singular "espectáculo", mucho más terrible de lo que la lectura del libro o el visionado de la película pudieran sugerir.

Sólo para satisfacer vuestra curiosidad he de deciros que las manchas siguen ahí. Hoy, esta tarde, a la salida de RAF, las he vuelto a ver. Sólo que hay más.
Nunca he vuelto (ni pienso hacerlo) de noche.

miércoles, 11 de marzo de 2009

Infiltración

No diré que soy un trespasser, porque no me considero como tal, pero reconozco que me he infiltrado en algunos (pocos) sitios abandonados que bien puedo definir como poco recomendables. Generalmente acompañado, pero en alguna ocasión no he podido evitar hacerlo solo (ya sabéis, hay que aprovechar la oportunidad cuando se presenta), cosa de la cual me gustaría disuadiros: Sólo hace falta un hecho fortuíto y desafortunado como para que no le puedas contar tu pequeña aventura a tus amig@s. Así que después del necesario "No hagáis nada de lo que os voy a contar en vuestras casas"...
La infiltración tiene mucho de irracional, quizás por éso la considero tan fascinante. En su práctica pueden cursar muchos y variados factores en función de cada persona (interés histórico, reivindicativo, estético, vandálico, etc) pero uno de los principales, a mi modo de ver las cosas, es el chute de adrenalina derivado de la incertidumbre acerca de qué es lo que te vas a encontrar en esa ruina. Porque siempre encuentras cosas.
Y tras este preámbulo:

Hace varios años trabajaba en el edificio de La Misericordia de Palma, donde estaba emplazado el servicio de patrimonio del Consell. Cuando no hacíamos trabajo de campo los distintos equipos residíamos allí, en las oficinas de la segunda planta. La Misericordia tenía dos plantas más, cuyo acceso se hallaba vetado por una cadena al pie de las escaleras que conducían a la tercera planta. Cada día que pasaba por delante de la cadena deseaba saltarla. Y lo hice la semana en que me venció el contrato.
El edificio estaba en un estado lastimero, con parte de su estructura apuntalada. El típico sitio en el que has de ir con ojo y apresurarte.
Mis recuerdos están borrosos y no sabría deciros si recorrí la tercera o la cuarta planta (diría que fue la primera). La planta en cuestión era una sucesión de diversas estancias en completo abandono, entre las cuales se contaban un escenario de teatro, unos vestidores y unos trasteros. Una vez cerrados los ojos podías acostumbrarte a la penumbra del lugar y avanzar sin muchos problemas sorteando muebles y trastos distribuídos casi sin orden ni concierto. A medida que pasaba de una habitación a otra éstas se iban haciendo más pequeñas. En un momento dado oí un estrépito al fondo que pronto identifiqué como palomas que habían anidado allí. Pero lo que más me desconcertó fue un cuartucho con apenas mobiliario, entre el cual destacaba un desvencijado armario en el que alguien se había entretenido en colgar recortes de revistas, la mayor parte de ellos fotografías y algún que otro recorte de prensa. La estética predominante en aquellas instantáneas era la de los años 70 y 80, si bien también había material más reciente. Y junto al armario, un colchón, unas mantas, una sábana. Y junto al colchón, una escudilla con restos de comida, un par de libros, varias revistas y una linterna.
Salí de allí, no sin antes sobresaltarme por un maniquí de madera en el que no había reparado previamente.



Meses después me encontré a un conocido que continuaba trabajando allí. Ante el relato de mi pequeña exploración me habló de Joan. O Sant Joan, que era como le conocía la gente.
Era un indigente que pasaba parte de su tiempo en los jardines de la Misericordia. Un pobre diablo para muchos, sí, aunque mi conocido afirmaba haber descubierto en aquel a un humanista cultivado, afable y amante de una buena conversación, aunque venido a menos por una serie de desafortunados embates del destino y que poco a poco le habían ido privando de su cordura. Y es que su apodo no era gratuíto, pues afirmaba ser descendiente del mismísimo apóstol, supuesto parentesco que Joan defendía exhibiendo unos amplios conocimientos sobre Historia sacra y hagiografía que no dudaba en compartir con quien tuviera la paciencia de escuchar sus elucubraciones.
Por otro lado, Joan sentía una especial fascinación por el fin de los tiempos (como no podía ser de otra manera con ese mote que él mismo se había adjudicado): Nuestro mundo estaba condenado a la destrucción; el cómo variaba de año en año. Por su boca tan pronto pasaban oscuras interpretaciones de las ya de por sí crípticas palabras de Nostradamus como teorías de índole científica de completa actualidad.
Pero su obsesión apocalíptica resultaba inofensiva en comparación con un par de hechos que Joan protagonizó en su momento y que le granjearon mala fama entre algunos de los "parroquianos" de los jardines. En ambas ocasiones éste espantó a sus incautos y sobre todo pacientes interlocutores, revelándoles la fecha y la forma en que iban a morir. Afirmaba que lo suyo "no era malaje", sino simple y llana curiosidad de base por la manera natural en que las cosas tienden a la entropía, condicione sine qua non no podría haber accedido al supuesto método que usaba para descubrir tan funesta información y que había adquirido de la simple y constante observación de las hojas de los árboles de dichos jardines.

Todo ésto porque mi conocido recordaba haber visto a Joan en las escaleras que comunicaban la primera con la segunda planta de la Misericordia. Entonces se le ocurrió que el hombre habría burlado al guarda de seguridad de la biblioteca y que debía haberse perdido en la presunta e imaginada búsqueda de un baño, ya que por la fecha en que se lo encontró coincidió que los baños públicos situados en los jardines habían sido cerrados por obras de mantenimiento. Sin embargo no sería muy descabellado pensar que Joan habría encontrado la forma de acceder al ala abandonada y desprovista de vigilancia por la que unos meses antes yo me había dado una vuelta.
Quién sabe?... Quizás llevaba meses viviendo allí, a salvo de miradas indiscretas, en la soledad de aquellos pasillos de los que me entero ahora, buscando fotos, tantas historias de fantasmas se cuentan.

Lo cual a su vez ayudaría a explicar la historia que una vez le contó a mi conocido. Historia sobre un pasadizo subterráneo que comunicaba los edificios cercanos de frailes y monjas. Un pasadizo que no sólo servía para que los enamorados dieran rienda suelta a los placeres de la carne que el oficio religioso les vetaba, sino también para ocultar los frutos de ese amor prohibido, cuyos despojos el propio "Sant Joan" aseguraba haber visto con sus propios ojos, a la luz de una linterna.

Fotografía: Telchar; extraída del blog La Forja del Enano.

domingo, 8 de marzo de 2009

Vampiros


De ellos se cuentan muchas cosas.
Queriendo desmarcarme de los viejos tópicos me apunto a lo que nos cuenta China Miéville en su The Tain.

Que el vampiro viene del otro lado del espejo. De ese mundo condenado desde el alba de la Historia a vivir como réplica del nuestro. Sus pobladores reducidos a una esclavitud ignominiosa.
Sólo unos pocos se rebelaron. Rompieron sus cadenas y pasaron al otro lado del espejo, dando muerte a los que habían sido sus modelos. Y se infiltraron entre nosotros, hollando un mundo extraño como es el nuestro, ajenos al concepto de mortalidad, privados de cualquier reflejo en virtud de su sangriento acto de rebeldía.

lunes, 23 de febrero de 2009

¡Jo qué noche!

A todo el mundo pasarle. Un día te levantas y te encuentras solo. Puede que te haya dejado tu novi@, o sufrido otro tipo de pérdida personal, o simplemente no sabes muy bien por qué es así, pero lo cierto es que te encuentras sumido de repente en una espiral descendente donde soledad, nostalgia, tristeza y desazón existencial se van sucediendo, despojando a tus ojos de su brillo natural. Ante una situación así la gente reacciona de muchas maneras. Hay personas que, lejos de aislarse en sus hogares, salen a pasear a la calle, sin rumbo fijo, como si con ello esperaran paliar su angustia de alguna manera. Entonces y a veces la salida del túnel llega de improviso, por medio de un estímulo externo que sale a nuestro camino y que nos confiere algo de esperanza.
Y otras veces...

Pongamos que te has levantado de esta guisa y la noche no te ha traído el olvido, cuanto menos pasajero, que sería de desear. Además, y condición sine qua non, afuera la temperatura nocturna comienza a ser agradable (mejor si es verano).
Sal a la calle no sin antes hacerte con una botella de vino. Si no tienes ninguna en casa, acude a un 24 horas y compra una, de esa marca que te gusta o, en su defecto, de una que te inspire confianza. Ahora, el vino debe ser bueno (y que conste que esto no necesariamente implica que tengas que gastarte mucho dinero en él, ya que se pueden encontrar vinos bastante correctos a precios no muy caros). ¿Tienes la botella? Bien, hazte con algo de picoteo, que sea ligero y que case bien con el vino. ¿Lo tienes? Bien, prosigamos.
Ya en la calle has de desear sacudirte ese malestar que se ha apoderado de tí. Si lo deseas con fuerza puede, y sólo puede, que tengas suerte en lo que viene a continuación.
El área en torno a Santa Eulàlia y San Francesc es sumamente interesante para pasear sólo por el simple placer de hacerlo. En especial cuando cae la noche. Por otro lado es uno de los barrios (el Call) más sugerentes de la ciudad de Palma, y por muchos motivos, de los cuales muy pocos pueden explicarse en términos racionales. No, en este barrio Selene, caprichosa, decide la suerte de quien osa aventurarse por sus calles y callejas, que esconden más secretos de los que creeríais.
En la calle Sol se encuentra un callejón sin salida, que corre en dirección sur. Su entrada está (o al menos lo estaba la última vez que pasé por allí) marcada por una destartalada lámpara que emite una luz azulada que tiene poco de natural y que desentona claramente con los antiguos edificios de los alrededores. Una luz que interrumpe la oscuridad en la que se haya sumido este tramo de la calle, y que a ratos parpadea, confiriendo a la escena de un cierto aire a lo David Lynch.


Sí, lo sé, no es el del que os hablo, pero me comprometí a no colgar ninguna foto.

Bien, paraos delante del callejón, asegurándoos de que no hay nadie en la calle cuando lo hagáis (lo cual es bastante fácil). No podréis ver el fondo del callejón, ya que éste gira ligeramente hacia la derecha. ¿Avanzaríais con resolución? Al cabo de pocos metros de haberos internado en el callejón puede que tengáis suerte y le veáis.
Un hombre sentado en una silla de mimbre a la puerta de su casa. Junto a él, una pequeña mesita. La puerta de su hogar, entornada, dentro una luz fluctuante, como la de una llama. El hombre viste una camisa blanca de tirantes y un pantalón de chándal que se ajusta a su rechoncha cintura. Y aunque reparará en vosotros, no pronunciará palabra alguna.
Porque habréis de ser vosotros quienes déis el primer paso. ¿Qué le diréis? No os lo penséis mucho, y procurad ser naturales. Sabed que después de un escueto "buenas noches" os pedirá el nombre. ¿Sabéis aquello de que en el nombre de uno reside poder, verdad? Por supuesto que podréis mentirle, pero éso no ayudaría en nada a soltarle la lengua. Porque estáis aquí para conseguir precisamente ésto: Hacerle hablar. El vino y el picoteo os serán de gran ayuda en este vuestro cometido (recordad, el vino ha de ser bueno). Y si todo sale bien y le caéis en gracia este hombre, al que nunca le preguntaréis cómo se llama, os contará su teoría particular acerca del significado de la vida y del papel que tod@s nosotr@s desempeñamos en el universo.
Una lección que hará que todo ese malestar espiritual que os hizo salir a la calle desaparezca de un plumazo. Esa noche dormiréis como hacía mucho tiempo que no dormíais.
Unas palabras que, creedme, nunca olvidaréis.

Claro que puede que no tengáis la suerte de encontraros a este hombre. Como os he dicho Selene es caprichosa. O quizás no os atreváis a entrar en ese callejón, cosa que entendería perfectamente. Pero, quién sabe, quizás esa noche encontréis a alguien que os pueda hacer olvidar todas vuestras penas. Y es que el vino obra milagros que poco o nada tienen de divinos.